""Haremos morada en él" -Jn. 14,23- (22-5-2022)
“HAREMOS MORADA EN ÉL” (Jn 14,23)
Queridos hermanos en el Señor:
Os deseo gracia y paz.
Jesús nos dice en el evangelio del VI Domingo de Pascua: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). Con Jesús, que se manifiesta íntimamente a sus discípulos, viene también a ellos el Padre, para hacerles entrar en la comunión divina de vida y amor.
La presencia interior de Jesús conduce al creyente a una nueva relación con el Padre. “Quien ama al Señor Jesús y observa su palabra experimenta ya en este mundo la misteriosa presencia del Dios uno y trino” (Benedicto XVI, 13 mayo 2007).
Guardar la palabra de Jesús es mucho más que oírla con atención o escucharla con devoción; es mucho más que recibirla pasivamente; es mucho más que custodiarla ávidamente, puesto que hay que practicarla vitalmente. Significa aceptarla con alegría y vivirla con intensidad para que sea palabra viva y fecunda. Se trata de cumplirla, darle cauce para que produzca vida abundante y fruto constante.
Jesús nos hace partícipes del mismo amor con que el Padre lo ama. Y añade la fascinante promesa, la admirable realidad de la inhabitación en el interior del creyente: “vendremos a él y haremos morada en él”. Se trata del adviento más genuino, de la serena llegada perceptible y misteriosamente oculta, de un venir transformador.
Quien ama a Jesús y guarda su palabra está interiormente habitado. A partir de este momento, el ser humano nunca podrá decir que vive en soledad. El Padre y el Hijo vienen, en presencia conjunta y admirable, como un único sujeto; llegan de modo permanente al creyente.
Se trata de una divina presencia para hacer morada, para residir continuamente, no para realizar una visita momentánea, episódica y superficial. La expresión “hacer morada” recuerda lo anunciado en el prólogo de san Juan: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). El Verbo se hace carne para residir entre nosotros con vocación de continuidad.
Necesitamos un corazón nuevo inhabitado por el Dios trinitario. Ante este gran misterio, vivimos no solamente la experiencia de nuestra pequeñez, insignificancia e incapacidad. Se nos abre la posibilidad de experimentar admiración, asombro y gratitud.
Es una presencia que recibimos, que acogemos, porque la realizan simultánea y divinamente el Padre y el Hijo. Y esto no es posible sin la presencia del Espíritu Santo, “Señor y dador de vida”. El ser humano está vacío por dentro si le falta el Espíritu Santo.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.
+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca