Comentario evangélico. Domingo 2 Cuaresma, ciclo A.
Domingo II de Cuaresma, ciclo A. 16 de marzo de 2014. Mateo 17,1-9.
¡Bendita tu Luz!
En el monte del Sinaí Dios ratificó la alianza con Moisés. En el monte Carmelo el profeta Elías derrotó a los profetas de Baal (el dios cananeo) y proclamó la gloria de Dios. Ahora, en otro monte, el monte Tabor, asistimos a la Transfiguración de Jesús. Las tres escenas suceden en un monte y las tres están llenas de Dios. Son momentos claves en la historia de la Salvación. El lugar elevado nos evoca un lugar de especial relación con la Trascendencia, con Dios. Debemos entrar en este evangelio, por tanto, en un clima de oración.
Jesús muchas veces iba solo a la oración. Esta vez se lleva a alguno de sus colaboradores más estrechos. Y delante de ellos se transfiguró: cambió de figura, y el Jesús que Pedro, Santiago y Juan conocían se convirtió en un misterio de Luz. Luz en su rostro, luz en sus vestidos. Y la presencia de Moisés y Elías con Jesús añadía más Luz a toda la escena. El sentido era preciso: en Jesús se contienen y se cumplen todas las promesas que Dios hizo a su pueblo en los tiempos antiguos (a través de la Ley y los profetas). Las palabras que Pedro dirige a Jesús nos permiten intuir que quizás no entendieron bien lo que estaba pasando. Jesús no quería quedarse a hacer noche en el Tabor, no necesitaba, por tanto, ninguna tienda para refugiarse. Esta Revelación iba dirigida a ellos, a los discípulos. Ellos tenían que estar atentos a lo que estaba sucediendo. Si bien, será la voz de Dios Padre la que despejará toda duda y nos dará la verdadera clave para entender la escena de la Transfiguración: Jesús es el hijo único y amado de Dios. Hay que escucharle.
Ante la voz de Dios los apóstoles caen rostro en tierra, llenos de miedo y de respeto ante el tres veces santo, el Dios de Israel. Nadie podía ver a Dios y quedar con vida, decían las Escrituras Sagradas. Por eso esconden su rostro. Sin embargo, va a ser Dios mismo –en Jesús- quien se acerque, les toque y les dé ánimos: “Levantaos, no temáis”.
La escena prodigiosa ha terminado. Pero Jesús sigue ahí. Ya no se oye ni la voz de Dios, ni se ve a Elías ni a Moisés. Pero Jesús sigue ahí, con ellos. En realidad, los destinatarios de este evangelio son Pedro, Santiago y Juan. Y todos nosotros. Ellos iban a vivir horas oscuras: de dolor, de incomprensión, de traición… Los momentos duros, difíciles y oscuros de la vida solo se puede superar acudiendo a la Luz que todos tenemos en nuestro corazón. Esa luz que debemos cuidar y hacer crecer en los momentos de bonanza y serenidad para acudir a ella en los momentos de oscuridad. Esa es la Luz del Tabor. Esa Luz no puede ser otra que Jesucristo. Porque en Él se cumplen todos los designios de Dios. Por eso le tenemos que escuchar, escuchar su voz, su Palabra. En la cima del monte, abajo en la llanura, en el tranvía, en el hogar, en la parroquia, en el campo, en tu habitación. Escuchar su voz y contagiarse de su Luz. Bendita tu Luz Señor que es capaz de iluminar y dar sentido a nuestras vidas. ¡Bendita tu Luz!
Rubén Ruiz Silleras.