Comentario evangélico. Domingo 4 cuaresma, ciclo B.
A las puertas
Pronto pasarán los setenta años de la cautividad. Un poco más de tiempo y volveremos a la Jerusalén que nunca olvidamos. No nos atrevemos todavía a entonar el aleluya, pero nuestros cantos están llenos de alegría, porque unos días más y la casa del Señor -ese templo que reconstruirá en tres días- revestirá todo su esplendor. Con la Iglesia nos apresuramos a celebrar las próximas fiestas pascuales.
En nuestra perspectiva, Jerusalén. En ella, pasaremos del monte Sión al monte Calvario; de la Eucaristía, a la Cruz; de la Cruz, a la Resurrección. Nuestro camino solo es posible con fe viva y entrega generosa. Esto es la Cuaresma: acercarnos a la luz, pasar de la tiniebla a la luz. Y la luz la encontramos en uno que no ve. Está elevado en la Cruz, sus ojos amoratados, llenos de derrames, fruto de los golpes. No ve y es la luz. Y yo que le miro con ojos sanos, sin embargo, no veo. Como tampoco veían los israelitas que una serpiente en un estandarte pudiera salvarles. Pues sí, curaba a los mordidos por las víboras. El nuevo estandarte con todo el pecado crucificado en Cristo no solo salva de las picaduras de serpiente, sino que salva de la muerte eterna: es “para que todo el que crea en él tenga vida eterna”.
Tremendo el juicio de Dios. Lejos del mensaje de este domingo, todo ese prodigioso y terrible aparato apocalíptico del Antiguo Testamento. El juicio del que se nos habla tiene que ver con la luz y las obras de la luz. Tiene que ver con la fe: “porque estáis salvados con su gracia y mediante la fe”. No es que tus obras no sirvan para nada, sino que tus obras han de ser fruto de la fe, que es como una luz. Fruto de la gracia que nos precede y acompaña. Permíteme que hoy te pregunte (también me pregunto yo): ¿prefiero la murmuración susurrante al diálogo franco de los hermanos?, ¿maquino y calculo mi obrar o hago del bien de mi hermano la ley de mi camino y mi reposo?, ¿concibo todo como una lucha de poder o me entrego a todos sin esperar nada a cambio? ¡Cuidado!, la primera parte de estas preguntas son tentaciones muy habituales para los miembros de la Iglesia y, como siempre, se presentan bajo un luciferino halo de luz. La única solución es verlo todo como un don de Dios, inmerecido, pues yo soy el más indigno de los hijos de Dios. Infinitamente amado. Pecador, pero amado.
Mira al Hijo de Hombre elevado entre el cielo y la tierra. No te escandalices, confía. María te enseñará cómo adorarlo.
José Antonio Calvo Gracia