Comentario evangélico, Domingo 5º Ordinario, ciclo A..
Sal que ilumina, luz que da sabor
Hace dos semanas escribía acerca del brillo de la luz que no solo ilumina Galilea, sino que está llamada a iluminar a toda persona, a toda la humanidad. Escribía sobre la conciencia. Hoy hay que hablar de la luz que surge de los que ya han sido iluminados, de los que han acogido la luz: esta luz brota de la misericordia que hacemos operativa en nuestros actos buenos. Esta luz ilumina y cura. Es una luz que conserva todo el brillo de una buena lámpara y recoge todo el sabor y las propiedades curativas y conservadoras de la sal. Vosotros sois la luz del mundo. Pero, ¿y si no iluminamos? El mundo anda en tinieblas, agoniza, muere, porque “lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo”, dirá la Carta a Diogneto.
Vosotros sois la sal de la tierra. Pero, ¿y si no damos sabor? Si nuestra fe no se traduce en obras concretas, hemos perdido nuestra identidad. Ya no somos nadie. Nos quedamos en nada. Seremos polvo o humo, algo molesto.
¿Cual es la luz de la lámpara? ¿Cuál es el sabor de la sal? Son la misma cosa: la caridad. Con la caridad, todas nuestras buenas obras serán un puente capaz de unir a los hombres con Cristo. Es este un buen momento para recordar las palabras del concilio Vaticano II: “Son innumerables las ocasiones que tienen los laicos para ejercer el apostolado de la evangelización y la santificación. El mismo testimonio de vida cristiana y las obras hechas con sentido sobrenatural tienen eficacia para atraer a los hombres hacia la fe y hacia Dios”.
¿Somos conscientes del poder que tenemos por nuestro bautismo? ¡Ser sacerdotes-constructores de puentes, pontífices entre las personas y su vida, que es Dios! Debiera hacernos temblar, no de miedo, sino de emoción: qué misión más grande me ha dado Dios. ¿Por qué confía tanto en mi? Porque sabe que, con su gracia, puedo. Podría ser una buena oración para la semana: si me das tu gracia, cuenta conmigo, Señor.
Estamos inmersos en la recepción de la exhortación apostólica ‘Amoris Laetitia’ y a menudo surge la pregunta sobre cómo preservar el amor humano de la corrupción. Pues aquí tenemos la respuesta: el amor divino, la caridad. ¿Cómo va a haber matrimonios firmes si no hay personas firmes en el amor de Dios?
Venga, vamos a ser apóstoles, sin miedo. Sin miedo y con María, la más salada, la Madre del Amor Hermoso.
José Antonio Calvo