Comentario evangélico. Domingo 8º Ordinario, ciclo A.
Aunque una madre se olvidara
Qué bien nos viene la primera lectura. Nosotros, la Iglesia, ‘nueva’ Sión, con frecuencia podemos lamentarnos como lo hacía la ‘antigua’: “Me ha olvidado el Señor, mi dueño me ha olvidado”. No nos faltan razones para el lamento: el abandono de la fe de tantos cristianos, que la han sustituido por un mero humanismo; la falta de fidelidad de sacerdotes, religiosos y religiosas; el desconcierto en materia de fe y de moral; los abusos en la celebración del Misterio; la falta de fecundidad matrimonial; el escarnio al que nos someten los nuevos gurús del pensamiento dominante. No, no nos faltan razones, pero estas ‘razones’ no son las propias del creyente. El creyente escucha la voz de Dios que le dice: “¿Puede una madre olvidar al hijo que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré”. Es obvio para el que sabe que es hijo de Dios, amado, predilecto.
En el evangelio que hoy se proclama, el Dios encarnado vuelve a preguntarnos: “¿Por qué os agobiáis?”. Frecuentemente nos agobiamos porque confiamos más en nuestro trabajo, que en la providencia; en nuestros planes, que en la pedagogía divina; en nuestra suficiencia insuficiente, que en la omnipotencia de Dios; en nuestros salarios, rentas o pensiones, que en la paternidad de Dios creador y mantenedor. Es un signo de paganismo. Por el contrario Jesús nos revela a uno que vela por nuestra vida: “Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso”. ¿Es esta confianza la antesala del quietismo? No, porque Dios, al mismo tiempo que nos lo da todo, nos lo pide todo. Nuestro trabajo -¡y qué trabajo!- consiste en ayudar al campesino divino a labrar nuestra propia tierra, para que germinen las semillas del “reino de Dios y su justicia”. Así Dios no se presenta como una dimensión distinta y separada de la nuestra: Dios es el padre bueno que no se desentiende de nuestras realidades humanas.
Yo también puedo preocuparme por Dios. ¿Cómo está mi Dios en mí?, ¿cómo está mi Dios en mi mundo?, ¿hasta dónde llega su marginación? Son buenas preguntas para comenzar ya la santa Cuaresma de este año del Señor de 2017. Ya llevamos casi dos décadas del tercer milenio y todavía el reinado del Señor no es universal. Vamos a ponernos delante de nuestro juez, que “es el Señor”, para que todo su amor nos limpie, descubriendo “los designios del corazón”, iluminando “lo que esconden las tinieblas”.
El tiempo que pasa nos pide un desahogo. Si realmente hemos vislumbrado a Dios, sabremos que el único digno de atendernos, curarnos y protegernos es él. Su corazón es el hospital de campaña de todos los corazones, porque mientras estamos en este tiempo, nuestra vida es una campaña, una lucha, un reto que solo tiene un descanso: Dios, mi salvación, mi alcázar, mi refugio.
El miércoles próximo es el de ‘Ceniza’. Ahora estamos como en una precuaresma, en la que quitamos lo gordo, para que durante la cuarentena penitencial que vamos a empezar, quitemos también lo menudo. A María, madre a mi medida y a la medida de Dios, le pido el gozo y la paz de los que siguen el camino que Dios les ha abierto.
José Antonio Calvo