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Cuatrocientos noventa es setenta veces siete. Seguro que muchos han resuelto esta sencilla operación. Sin embargo, a mí no se me había ocurrido. Tampoco se me había ocurrido recurrir a la cábala para encontrar el sentido profundo de estas cifras. Y me encuentro con que “la tradición hebrea antigua dice que la tierra tenía setenta naciones, setenta idiomas, setenta palabras de sabiduría y setenta ancianos para guiar al pueblo”. Además, setenta no es un número literal, sino el número de la totalidad. Setenta es todo. Setenta es siempre. ¿Y siete? Pues me dicen que es el número que representa la ley divina que rige el
universo, su palabra. Olvídense de sentidos ocultos -una disciplina en la que no estoy muy ducho- y quédense con lo importante: tenemos que perdonar siempre.
Pero, inmediatamente, me viene otro pensamiento. Creo que es un refrán: “Dios perdona siempre, el hombre algunas veces, la naturaleza nunca”. La curiosidad me impulsa a buscar en Google quién es su autor. Y me encuentro con que el primero en salir es el papa Francisco. La admiración me bloquea. Pero claro, no es una frase del papa, sino una frase que Francisco recordó a Hollande -el expresidente francés- a principios del año 2014 y que sirvió de titular para muchas informaciones. ¿Por qué el ser humano está en medio?, ¿por qué perdona solo a veces? Porque aunque es imagen de Dios, forma parte de la naturaleza. Su dimensión racional le pide disculpar; su dimensión animal le pide vengar. Sin embargo, nuestra situación no es equidistante. No estamos a igual distancia de Dios que de la naturaleza. No. Aunque seguimos siendo naturaleza (porque somos lo que somos), estamos más cerca de Dios. Dios ha venido a nosotros. Dios se ha hecho uno de nosotros. Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios. Y nosotros, por el bautismo, somos hijos suyos. Esa fuente de perdón que brota del costado abierto de Jesucristo crucificado nos lleva. Vivimos en el perdón. La nave de la Iglesia navega por la mar del perdón.
¡Qué claro se lo deja Jesús a Pedro! Él es quien pregunta cuántas veces hay que perdonar y él es quien aventura una respuesta generosa, pero insuficiente: siete. Tras las negaciones, el Señor miró a Pedro y este lloró amargamente. Lloró al recordar que Jesús le había anunciado que iba a negarlo, pero también lo hizo porque puso en un lado de la balanza su mezquindad y en el otro las cuatrocientas noventa veces que Jesús estaba dispuesto a perdonarle. ¿Lo he pensado? Lo único que se opone al perdón que perdona siempre es la soberbia del autosuficiente dispuesto a llevar con disimulo una carga cada vez más grande. Hasta que la carga le rompe.
El autosuficiente se convierte, con frecuencia, en juez inmisericorde y en verdugo, como el criado de la parábola. Ese que mira hacia un lado y dice “ten paciencia conmigo”; y mira hacia el otro y dice “págame lo que me debes”. No me gustaría estar en su pellejo, porque el rey se arrepentirá de haber sido con él indulgente. Y Jesús, acabada la parábola, me dice: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.
Tengo que perdonar, porque amar es perdonar y perdonar es amar. Menos mal que Dios “no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo”. Menos mal. Corramos a su misericordia y pidámosle que nos la dé, para tenerla y compartirla con nuestro prójimo. María, bienaventurada, dame la misma mirada que tú ante los pecadores, ante los que me ofenden, y vuelve a mí esos, tus ojos misericordiosos. Amén.
José Antonio Calvo