Comentario al evangelio. Domingo 2º Cuaresma, ciclo A.
Contagiarse de su luz
El monte alto
Estamos en la región de Galilea, en un monte llamado Tabor, no muy lejos del mar de Tiberíades. Ahí se va a desarrollar la escena de la Transfiguración de Jesús. Es curiosa la descripción del evangelio, Jesús subió a “un monte alto”. Partimos de que el monte es un lugar alto. ¿Una simple repetición? Quizás. O quizás el evangelista quiera destacar que los lugares altos son lugares de especial relación con la Trascendencia, con Dios. Siempre lo han sido. Un pequeño detalle, cierto, pero que nos invita a entrar en este evangelio en un clima de oración.
La Transfiguración, misterio de luz
Jesús muchas veces iba solo a la oración. Esta vez se lleva a alguno de sus colaboradores más estrechos. Y delante de ellos se transfiguró: cambió de figura, y el Jesús que Pedro, Santiago y Juan conocían se convirtió en un misterio de luz. Luz en su rostro, luz en sus vestidos. Y la presencia de Moisés y Elías con Jesús añadía más luz a toda la escena. El sentido era preciso: en Jesús se contienen y se cumplen todas las promesas que Dios hizo a su pueblo en los tiempos antiguos (a través de la Ley y los profetas). Las palabras que Pedro dirige a Jesús nos permiten intuir que quizás no entendieron bien lo que estaba pasando. Jesús no quería quedarse a hacer noche en el Tabor, no necesitaba, por tanto, ninguna tienda para refugiarse. Esta revelación iba dirigida a ellos, a los discípulos.
La voz de Dios
Este misterio de luz cobra su justa interpretación con la voz de Dios Padre que despejará toda duda y nos dará la verdadera clave para entender la escena de la Transfiguración: Jesús es el hijo único y amado de Dios. Hay que escucharle. Ante la voz de Dios los apóstoles caen rostro en tierra, llenos de miedo y de respeto ante el tres veces santo, el Dios de Israel. Nadie podía ver a Dios y quedar con vida, decían las Escrituras Sagradas. Por eso esconden su rostro. Sin embargo, va a ser Dios mismo –en Jesús- quien se acerque, les toque y les dé ánimos: “Levantaos, no temáis”.
Hay que bajar al valle
La escena prodigiosa ha terminado. Ya no se oye ni la voz de Dios, ni se ve a Elías ni a Moisés. Pero Jesús sigue ahí, con ellos. En realidad, los destinatarios de este evangelio son Pedro, Santiago y Juan. Y todos nosotros. Ellos iban a vivir horas oscuras: de dolor, de incomprensión, de traición… Los momentos duros, difíciles y oscuros de la vida solo se puede superar acudiendo a la luz que todos tenemos en nuestro corazón. Esa luz que debemos cuidar y hacer crecer en los momentos de bonanza y serenidad para acudir a ella en los momentos de oscuridad. Esa es la luz del Tabor. Esa luz no puede ser otra que Jesucristo. Escuchar su voz y contagiarse de su luz. Bendita tu luz Señor que es capazde iluminar y dar sentido a nuestras vidas. ¡Bendita tu luz!
Rubén Ruiz Silleras