Comentario al evangelio. Pentecostés, ciclo C.
Siempre comenzamos la Misa diciendo: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Nuestra fe confiesa que en Dios hay tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Podríamos decir que el Padre vive para nosotros, El Hijo vive con nosotros y el E. Santo en nosotros. Esta presencia es tan fabulosa que el mismo Jesús nos dice: “Os conviene que me marche. Si no me voy no puedo enviaros el Espíritu Santo” (Jn. 16,7). Según Jesús, la presencia del Espíritu Santo en nosotros vale más que su propia presencia física. El “soplo” de Jesús sobre los discípulos, como el soplo de Dios sobre Adán en el Paraíso, son “soplos creadores”. Con el Espíritu Santo “se crea un mundo nuevo”. ¿En qué consiste?
1.– EL ESPÍRITU SANTO TRANSFORMA EL VIENTO RECIO EN SUAVE BRISA.
En el A.T. ese “viento fuerte” que pasaba arrancando, demoliendo, derribando, causaba miedo a los israelitas (Ex.20,18). En Pentecostés se convierte en “suave brisa” que refresca y acaricia. Alude a la presencia gratificante de Dios en el Paraíso, cuando paseaba con nuestros primeros padres “a la brisa de la tarde” (Gn.3,8). Este paraíso perdido se recuperaría en los tiempos del Mesías. Así lo había anunciado Elías cuando la presencia de Dios no estaba en el huracán ni en la tormenta sino “en el susurro de una suave brisa” (I Reg. 19,12). Bella imagen del Espíritu que pasa delante de nosotros rozándonos suavemente, acariciándonos, y entra dentro de nosotros con el rocío de una unción delicada y exquisita. “Su unción os enseñará” (1Jn. 2,27). Nos enseña derramándose en nosotros de una manera suave y penetrante. Algo así como nos enseñaron a rezar nuestras madres cristianas, sentados en sus rodillas, envueltos en besos y caricias.
2.– EL ESPIRITU SANTO TRANSFORMA EL “RAYO DE LA TORMENTA” EN “ZARZA ARDIENTE DE AMOR”.
Cuando Moisés bajaba de la montaña en medio de la tormenta, el pueblo estaba atemorizado y se mantenía a distancia (Ex. 20,21). Esta distancia será acortada por una presencia cautivadora: la del mismo Moisés ante la “zarza que ardía sin consumirse” (Ex.3,2). Imagen bella, sugerente, evocadora: Un Dios que arde en llamaradas de amor, en llamaradas de vida. A esta imagen se refiere la primera lectura de hoy al hablar de “llamas de fuego sobre la cabeza de los apóstoles” (Hechos. 2,3). El Espíritu Santo quita miedos, acorta distancias con Dios, y nos da el fuego del entusiasmo. Las palabras de los Apóstoles llevan fuego, convencen, apasionan, invitan al testimonio, incluso al martirio. Aquí se cumplen las palabras de Jeremías en momentos de crisis: “Pero había en mí un fuego ardiente encerrado en los huesos y aunque trataba de ahogarlo, no podía” (Jer. 20,9). Hay una bonita manera de decirle a Dios que sí; es ya no poder decirle que no. Y esto sucede al que está lleno del Espíritu Santo.
3.– EL ESPÍRITU SANTO CONVIERTE LA “TORRE DE BABEL” EN “COMUNIDAD DE PAZ Y DE UNIDAD”.
Esto significa que ocurre lo contrario de Babel. Allí existía el espíritu de soberbia, al querer levantar una torre tan alta que llegara hasta el cielo. Dios los confunde. Ahora que todos tienen el Espíritu Santo todos se entienden, todos hablan el mismo lenguaje: el lenguaje del amor y todos buscan la unidad. La Iglesia de Cristo es ante todo Iglesia en el Espíritu. “La letra mata, el Espíritu da vida” (2Cor. 3,6). Lo que es un cuerpo sin alma eso sería la Iglesia sin el Espíritu. Hasta tal punto es necesaria la unidad en la Iglesia que el propio Jesús, antes de su muerte, en la oración sacerdotal, nos dice que en esto conocerán que somos sus discípulos. “Que sean uno como nosotros somos uno y así creerán que Tú me has enviado” (Jn. 17,21). Pero no podemos vivir en unidad si no tenemos el Espíritu Santo. Pretender hacer comunidades cristianas sin tener el Espíritu de Jesús no deja de ser un juego de niños.
Iglesia en Aragón