Comentario a las lecturas. Domingo 4º Adviento, ciclo A.
1.- Dios con nosotros.
Desde el momento que Dios se ha hecho “hombre” Dios ha dejado definitivamente de ser sólo “Dios en sí” para ser también “Dios-con-nosotros”. El evangelio de Mateo que comienza hablándonos del EMMANUEL, termina con estas consoladoras palabras: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”. Desde este momento ya nadie podrá decir que está solo. Éste es el gran misterio de la Encarnación. Un misterio que debemos “contemplar” en Navidad, en cualquier rincón del mundo donde se represente un belén. Pasemos deprisa la mirada sobre tantas luces, ríos, montañas, animales, figuras, personajes, -aunque sean reyes-, y concentremos nuestra mirada en ese Dios Inmenso que se hace pequeño y vulnerable en la fragilidad de un niño que llora. Caigamos de rodillas “estremecidos” ante ese enorme misterio. Es lo que hicieron los Magos: “Y cayendo de rodillas, le adoraron” (Mt. 2,11).
2.- Dios salva. ¿De qué nos salva?
+. Nos salva de la oscuridad. Nos salva de nuestras dudas, de nuestros miedos, de nuestras angustias, de nuestra perplejidad. Así sucedió con José, “el hombre justo”. El Ángel del Señor le cierra una puerta a un mundo de oscuridad y zozobra y le abre otra a un mundo de luz y de paz. Nos salva de lo peor que hay en nosotros: nuestro egoísmo, nuestra violencia, nuestra mirada miope y materialista.
+ Nos salva de la esclavitud. Decía Jesús: “El que hace el pecado se hace esclavo del pecado” (Jn.8,34). Nuestro pecado son las tendencias, los apetitos, la concupiscencia que nos impulsa a apetecer lo que no nos conviene, y nos hace daño. Preferimos un placer inmediato y pasajero a una felicidad plena y duradera. Ser libres es quedar fascinados por Dios, vivir enamorados de Dios y de su Reino hasta el punto de perder el gusto y el atractivo por las cosas del mundo que nos esclavizan. ¿Cómo puede ser esto? “Dame un corazón que ame y entenderá lo que digo”. (S. Agustín)
+ Nos salva del falso concepto de Dios. Hay todavía cristianos que no comprenden a un Dios enamorado de la vida, un Dios que sufre más que nosotros cuando nosotros lloramos y goza más que nosotros cuando nosotros reímos. Un Dios que, si pudiera dormir, despertaría sin cosas, pero no sin sueños. Nosotros somos el sueño de Dios. “Su delicia es estar con los hijos de los hombres” (Pro. 8,3)
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