Comentario evangélico. Domingo XIV A Ordinario.
MI YUGO ES LLEVADERO
Después del tiempo Pascual y de las Solemnidades que hemos vivido los últimos domingos, celebramos este domingo el decimocuarto del tiempo ordinario. En el evangelio, Jesús se dirige al Padre utilizando un término familiar: Abba. Lo hace en cinco ocasiones en tan solo tres versículos.
Es como si Jesús nos ofreciese un modelo a la hora de relacionarnos con el Padre, de situarnos
ante Él. La relación que adivinamos es intensa, estrecha, íntima y familiar. Relación que interpela nuestro modo de relacionarnos con Dios. El trato del creyente con el Señor debe ser personal, abierto, agradecido. En el fondo, es poder constatar que hemos sido capaces de realizar la transición
entre lo que significa un concepto teórico sobre lo que es Dios para nosotros, y la experiencia de quien es Él. Transición que es necesario realizar para que pueda surgir el discipulado. Lo expresa con gran fuerza el Papa Benedicto XVI en su carta encíclica “Deus caritas est” (nº 1): “no se
comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
Acoger la Persona de Jesús nos mueve a cumplir su palabra, a hacer vida su enseñanza. El Señor en el evangelio recuerda que el Padre se ha revelado y nos ha trasmitido un mensaje que nos redime. Para poder entenderlo con todo su potencial, Jesús nos recuerda la necesidad de tener un corazón sencillo. Es la lógica de Dios que tan bien nos relata Santa María en el canto del Magníficat:
“dispersa a los soberbios de corazón…. y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacios” (Lc. 1, 51-53).
El corazón sencillo nos ayuda a encontrarnos con Jesús y su propuesta. Ese encuentro
no nos aparta de nuestras responsabilidades, sino que nos ayuda a afrontarlas con el realismo que brota de la fe. La relación del creyente con Cristo se convierte entonces en luz en su camino, especialmente en los momentos de turbación y fatiga. No estamos solos con nuestro cansancio.
Dios está a nuestro lado para robustecernos con su fuerza, para sostenernos con la grandeza
infinita de su amor.
Así, descubrimos la paradoja del mensaje que Cristo nos trasmite en el evangelio de este domingo. El Señor nos habla de llevar una carga; pero enseguida nos desvela que su yugo no es la imposición de una carga pesada ni de un código esclavizante. El yugo de Cristo es el yugo de la verdad que nos hace libres. Es la ley del amor, de la que el Señor es maestro, modelo y norma:
“Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Juan 15, 12).
San Agustín reflejó en uno de sus Sermones la paradoja de la propuesta de Cristo: “Cualquier otra carga te oprime y te abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquiera otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias el
peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás como vuela” (Serm. 126, 12). Volar alto para alcanzar a un Dios personal que nos llama a seguir el mandamiento nuevo del amor.
† Carlos Escribano Subías,
Obispo de Teruel y de Albarracín